Odisea del Éxodo

Ni la variación porcentual inflacionaria más corrompida (el porcentaje oficial) es tan infalible y sagaz como para bajarle los párpados a un solo puerco de calle y su laborioso grito de indignación…

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  1. Bogotá acaba de ser incluida, por vez primera, en el listado de “ciudades de oportunidades” en el mundo. Posicionada en el puesto 26 aparece como una de “las mejores para vivir y trabajar”. Sí, no es hiel, picardía. ¿Qué es? Una invención contradictoria de lo más pornográfico y dañino que se pueda ver por estos días. La firma que lo respalda y que elaboró el listado (PricewaterhouseCoopers: su extensión se asemeja a más de una palabra, interminablemente compuesta, del alemán) nos garantiza que la ciudad tiene, entre su emblemáticos atributos, el “indicador de costo de vida”, lo que es desde todo punto inaceptable: reto a la susodicha firma sostenerse con decoro un mesecito acá con el salario promedio – cuota de hambre- sin que su equilibrio económico, y mental, se vea perjudicado por las incesantes y desenfrenadas alzas promovidas por nuestras lumbreras estatales (próximamente el ya desquiciado IVA pasará de un 16 a un impúdico 19%). Igual de lumbreras que vuestros economistas. Oh, comprendo, en eso se apoya vuestro sabihondo prestigio. ¿Tomasteis en consideración ese 54% de personas ocupadas (lo que llamáis con retórica astucia trabajo informal: ese adelanto de nuestra economía) en el país y que perciben, casi todos, menos remuneración que la cuota de hambre? ¿Cuántos de ellos no bostezan agobio y desproporción en la ciudad más atestada del país, la capital del éxodo, eh? ¿Qué nivel de satisfacción encontráis en esa bazofia? ¿Cómo evaluarles a ellos el IPC? ¡Con una resonancia magnética ideada para espectros! Y aunque la imagen divulgue un exorbitado pedazo de bosta, vosotros te las arreglareis para que surja de ahí, de la hez, un impecable unicornio. ¿Y para un devastado, qué es el IPC? Para la economía, una canasta fija de bienes y servicios. Para el muñeco de trapo -donde la economía clava sus alfileres y urde su brujería- es apenas una fija descomposición, un detritus: un cesto que solo existe en tanto que muerto. Ni la variación porcentual inflacionaria más corrompida (el porcentaje oficial) es tan infalible y sagaz como para bajarle los párpados a un solo puerco de calle y su laborioso grito de indignación: que no se os olvide que allá, en la intemperie, prolifera un gentío de ciegos que, aunque vendados, hoy son cada vez más conscientes de su precario destino. Los casos-límite son la etiología de las épocas para aquellos contagiados de superchería administrativa y mental. No hay estudio o estadística que amortigüe la clarividencia proveniente del hambre y la escasez. ¿Te animáis a quedaros, a sobrevivir un mesecito… ¡frente a este trozo crudo y sangrante de VERDAD!?…                                                                                                                
  2. Vosotros decís esto y aquello, que algo es muy bueno o que algo es muy malo. Ponderáis que es muy cómodo hacer negocios en esta ciudad de cismáticos: demasiados humildes y uno que otro amo. Decís que invertimos nuestro numeroso o empobrecido capital en cuanto agiotaje (género de negociación arraigada y que por lo mismo admiramos) se nos proyecte. Esto es quizá adaptable para cierta elite que se desprende muy hábilmente de ciertos temores asociados al conflicto (riesgo) que se nos impone ante la perspectiva de asumir cualquier transacción. La incertidumbre deja de ser rémora, susceptibilidad, si le opongo la suprema cobardía del nepotismo. Para el estado el tráfico de influencias es lo que al naturismo sus gotitas sagradas. Los que sufren sin antídoto bajo el brazo (enfermos de intimidación) y que también aquí son los demás (la alusión es a Dostoievski: pero corregida y extrapolada por mi) con lo único que cuentan es con la incertidumbre al momento de entablar una negociación. En la creencia de que a los sin-nombre se les permitiera negociar plácidamente bajo cualquier circunstancia, y casi como si se tratara de una liberación, e indistintamente del ámbito que finja su estrato social. La estratificación: esa enmohecida porcelana de nuestra economía. Por un lado, si el negocio es con instituciones gubernamentales, empresas, sociedades de prestigio (como la firma) o todo aquello que se encarame en poder sobre tu oronda fragilidad, esos que son los demás, los que escribimos y hablamos con garabatos (de ahí que se nos considere personas) la más de las veces fluctuamos entre el escrúpulo y la perplejidad: nada nos confirma de que el convenio vaya a ser justiciero, equitativo, o que en medio del acuerdo, del que brotó una paralizante bifurcación, deformen las leyes o políticas de juego a su favor. ¿Cumplirán? La respuesta es turbia, pero creíble; muchas veces es incluso fáctica. La cuestión es: para los sin-nombre ya no hay desenlace de vuelta a su despeñadero: ¡la ley es para los que la quebrantan! El incumplimiento, pero sobre todo el incumplimiento que acapara porque se sabe calculador, es la medianía de la honradez. Y si no hay honradez prevaricar deviene en costumbre, en prescripción. Las últimas consecuencias de todo lo que es severo en la justicia, la responsabilidad, no es una frase que se comprenda, que se escuche o que sirva demasiado bien a la impureza de los ángeles en un paraíso de autoexiliados. Por otro lado, si la negociación es con un igual, en el mejor de los casos nos sentimos ilesos si nos despojan: a fin de cuentas la vida no vale lo que un ovillo de ahorros. ¿Ponderasteis la ética, la tradición, el recato, la honestidad? ¡Entonces, ya podemos tener por cierto que todo es falso!                             
  3. Con todo, según la odiosa palabra compuesta, Bogotá no es un destino: “una ciudad      como destino”. ¡Que empecinamiento en querer contradecirse! Si con destino                pretendéis decir turístico, provisorio, entonces ya no. No os contradecís. Seguro. No solo sería turístico para la elite que more en ella, sino para cualquier forastero que decida repantigarse en la excentricidad por un período determinado de tiempo; y siempre que su economía le conceda escrutar el pellizco de ciudad deseable. Lo cual equivale a decir que solo una minoría tiene verdadera inmunidad para apacentar en este suburbio, la exorcizada por vosotros Bogotá. Pero si con destino decís: ¡Destino; fatalidad! ¡Voluntad de quedarse, de residir, de establecerse! No ya como el monopolio de una clase sino como el prodigio económico que pudiera extenderse a todas. Entonces mentís. ¡Cuánto acierto hay en vuestra contradicción! Acierto: Bogotá es la pesadilla poblada de sobreprecios y mendigos para una renovada caterva de desheredados. Contradicción: es Destino unilateral, restringida a una perceptible jerarquía de cretinos. La firma, por lo visto, guarda una estimable predilección por la sátira y la anfibología. En salud, seguridad y riesgo, obtuvo los peores puntajes. ¿Era menos enigmático no saberlo? Oh, me amordazo las mandíbulas de mi cerebro, se trata, pues, de lumbreras. Esas tres categorías se traslucen en mi pobre y no avalada digresión: a mí me respalda lo que veo, la inconformidad del yagunzo y el hambre que revienta de su propia matriz: saciada de indicadores de vida. ¡La ruina humana cada vez más definida a mí alrededor! Cuando me doy un viajecito a la redonda, en globo, ojeo, más aun, deletreo como un tartamudo mi agostada ciudad, con su específico olor a gris. ¿Tendríamos que instalarnos en las aguas tornasoladas de la economía, el derecho y la política con su correspondiente vocación de pulpo (pigmentación y tentáculos) para tratar de entender la inclusión de Bogotá en la lista? Que responda Pascal: abêtissez vous.

¿Qué aspiramos desplazarnos voluntariamente a cualquier otra ciudad, otra ergástula en la circunferencia del mundo; pero cierta resistencia interior –no necesariamente hipocresía- nos impide confesároslo? La razón cualitativa de mi especial interés por escribir este libelo de profundidad aerodinámica, es la de verter el sentir general no pocas veces evidenciado mediante las formas separadas que constituyen la humana expresión. Y que en muchos casos se relaciona con la aridez económica y espiritual del tugurio (ciudad-nación) en que nacimos.  

Querer desbordar las fronteras colombianas -para una barbaridad de colombianos – muchos de los cuales, si no son Bogotanos, residen en Bogotá – es como levantar un monumento a la estampida. Cantidades de consanguíneos en su romántica cabeza desearían con todo su ahínco largar, mientras no sean despertados por el azote de la economía endulzada de crédulo escepticismo. Es la experiencia del éxodo de nuestros días que no tiene la connotación desdichada de los tiempos primeros: migrar de este país no es tanto una cuestión de fausta oportunidad como de decencia. Si usted quiere suplir esa acusada privación y despedirse para siempre (abusemos de la esperanza) de este calabozo que no tiene escapatoria: en el fondo, ningún ser está capacitado para trascender los barrotes de su sangre térrea, y puesto que los colombianos sufrimos la obediencia del exilio en nuestro propio suelo, les expongo (seguid el link) no sin maldad los veintitantos arquetipos de ciudades en el mundo que nos liberarán, de anclar en ellas, del apocalíptico vientre en que fuimos engendrados. La antropófaga, y a veces abortiva, madre patria; que encuentra su cúspide masculina en una pintura negra de Goya: Saturno devorando a un hijo

Autor: Gaél Truffaut
Fuentes: Elcolombiano.com