La Cultura de la Utilidad 1era parte

Dice el sabio Salomón que no puede entrar sabiduría en alma malévola. Añade también que ciencia sin conciencia es la ruina del alma. (RABELAIS, Gargantúa y Pantagruel, libro II, cap. VIII)

1130

En las mudables versiones que se brindan, vaya a saber uno si confiables o especializadas, para dar con la etimología de la palabra educación existen, pese a la engañosa diversidad y frívola insistencia, dos rasgos que le son comunes y, al mismo tiempo, divergentes, por todas ellas aceptado; y que dejan entrever una aparente contradicción. Una antinomia. Lingüistas de cultivo y de fregadero desembocan más o menos aquí: que la influyente –por distinguida- palabrita educación desciende del sustantivo latino educatio, heredado de su antecesor educare: alimentar, llenar, nutrir; y todavía hay más: en su piadosa ascendencia (es posible que conserve no pocos ideales esotéricos) su módico bisabuelo al que le debe su actual escritura y significado es el prefijo ex que traduce fuera, junto con el verbo ducere que correspondería a guiar o dirigir. Su dios, del que surge el bosquejado encadenamiento, es la expresión indoeuropea deuk. Que significa, asimismo, guiar. ¿Cuál es la antinomia? Si la forma educare prefija la incipiente educatio, por consiguiente, la acepción contemporánea más fiel -probablemente la que goza de mayor sincronismo con su raíz y la pervierte- al sintético registro que nos proporciona el vocablo educación, es, en la práctica humana, y con mucho ¡y con Nietzsche! está: “la explotación casi sistemática por parte del Estado, que quiere formar lo antes posible a empleados útiles, y asegurarse de su docilidad incondicional”. Por aquello de que solo le importa, quiere que solo eso le importe, sofreír una buena acumulación de competencias y saberes en la ya de por sí estofada y angelical cabeza del niño, y eventual hombre; a cuya tierna instrucción, ni que decirlo, deberá resignarse en la etapa de madurez. Porque, como aseguraba Platón, “de entre todos los animales, el más difícil de manejar es el niño (…) resulta ser una bestia áspera, astuta y la más insolente de todas”.   

Pero una cosa son las alteraciones inseparables o las debilidades que asignamos al conjunto de los homínidos; y otra, corrosiva como el infierno de Milton o los proverbios de Blake, pero a la inversa, es embotarlos, sacarlos fuera de sí: so pretexto de suscitar en ellos infinidad de percepciones de carácter mecánico que aseguren su disciplinada inserción en la sociedad: en esa cartuja de ideas como cuerpos desmembrados, de humildes e inocentes, que se consagran a la autoridad de sus verdugos, constituyéndose así en auto-agresoras. Dejemos opinar a ese loco enclaustrado que fue Montaigne: “El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender”. Eso, querido Montaigne, en el evento de que el adulto, el preceptor, conquistase lo mejor de lo que le queda de niño. Y no es el caso: ¿encender lo que se rehúsa al conocimiento de sí, lo que se prefiere asfixiado, con atrevimiento cavernoso, sin fricción y sin chispa? Las sociedades, que casi nunca dejan de ser modernas ni masoquistas con relación a sus predecesoras (comparten los defectos y las innovaciones de su primer órgano constitutivo: el individuo) y ante todo las sociedades más próximas a la nuestra, soportan sobre su orgullo el fardo de su excentricidad: la de ser alternativamente un rebaño de hombres libres, de sometidos a los que se les proporciona el espejo de la libertad: creer que nos reflejamos en él es de afectados, pedantería que no se remuerde ante su perspicacia. Escuelas y jardines (desvinculemos el ideal epicúreo, de instinto sensual), academias (desvinculemos el ideal pitagórico, introspectivo y riguroso) y hogares, hoy son los santuarios de la mediocridad y el adoctrinamiento de las masas, que nunca existen. Aunque lo hayan proclamado cautelosamente de otra forma: los individuos son ilusorios, hipotéticos, apócrifos; la masa lo es todo, la consistencia, la adaptación, la diferencia, es por lo que eres, fuiste y serás, tú. ¿Su principio?: ¡olvidad a los hombres (sean individuos o su negación: con la que me solidarizo y en la que me hospedo) buscad los bienes, el oro, la riqueza material, los dólares; hazte impersonal, pertenece al enjambre! Y el objetivo se alcanza: ninguno obtiene el patrimonio que su escala de merecimientos ansía, en tanto que el entramado, la mentira y la ilusión, el delirio, la mezquindad y lo vago se siguen afianzando, incapaces ya de reconocer y expiar nuestras desdichas.        

El simulacro de la educación puesto en escena nunca es más refinado, imperceptible, que cuando alcanza el beneplácito de aquello que mejor ha corrompido: las débiles, y todavía más quebrantables, mentes. Son ellas las que tradicionalmente adoptan, con la sumisa vanidad y el despotismo del que se indigna con demasiadas verdades, el cuidado de defender a su verdugo. Como se ve, educar, de unos siglos aquí, es una sutileza de asnos… para asnos. Y nada la denuncia mejor que su despiadado producto; para ella trascender es devastarse, y en eso, justamente, radica su mordaz encanto: su negro objetivo, su lograda aspiración, empecinada y paradójicamente, son sus más encarnizados guardianes. La cohorte de los malogrados. En unas condiciones harto más generales, la mentira, y ello la indispone contra todo análisis que cause estrechez, malestar en el sentido de que pueda yo situarme bajo unas coordenadas en las que siempre me será posible revelarme a mí mismo en aspectos que aún desconozco, y que, de ordinario, suelen ser los más aborrecibles; la mentira, decía, generalmente seduce (hay una predisposición original a ella de la que la educación de rebaño se vale y, sin medirlo dos veces, pretende y sabe incrementar). Y es que toda forma de seducción, cuando es inexacta, ejerce un principio de decadencia, inspirado por la tergiversación que invierte y destruye códigos, medidas universales, si no es que morales, y es tanto más déspota, oscura y eficiente, por cuanto vive de la complacencia del malogrado en el sometimiento. Así, la buena educación, no el simple saber, “sino el querer que se engendra del saber” (con Stirner) como la verdad, que desgarra, libera: “y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el hombre personal o libre”. Al revés, la mala educación (de tinte obsequioso y estupidizante) debilita, pero no mata la carne (lo que sería preferible) y sí las ideas:  si muere la carne se corta el tallo y no la raíz de lo que pena, se sufre menos, desaparece…

Continuará 

Autor: Gaél Truffaut
Fuentes: edu.mec.gub.uyetimologias.dechile.neteducacionoesunproblema.blogspot.com.co