Para la terminología médica (tantas veces abstrusa) las palabras predilectas para definir el episodio son síncope o soponcio; esta última, soponcio, aparece en el habla común cada vez menos encorsetada y, por lo tanto, dispuesta unos escalones más arriba dentro del lenguaje corriente, verbal. Ninguna es más asidua en su manejo que desmayo.
Desmayarse es perder la consciencia – de ningún modo el conocimiento: en cuyo caso permaneceríamos en todos los instantes con la carne como de gallina, en perpetua inquietud, temiendo a la espera del escalofriante incidente que gangrenaría nuestra lucidez – durante un reducidísimo periodo de tiempo. Su laconismo y lo súbito del acontecimiento son en el desmayo la nota decisiva. En las antípodas de él advertimos el estado de coma: prolongado y profundo; y a veces hasta infinito, como en la catalepsia. Acaso esta sí pueda llegar a comprometer algunas de nuestras facultades cognoscitivas.
También existe una etapa anterior que no es impreciso calificar como de extraña nomenclatura, en razón del significado y del parentesco fisiológico- y sintomatológico- con otra molestia que los entendidos le dan. A esta etapa se la relaciona (equivocadamente, quién sabe) con la lipotimia: una suerte de desvanecimiento que descarta en el afectado la merma de la consciencia. Mientras que la otra, que pertenece a la misma familia, consiste textual y físicamente en una sensación de atenuación de la consciencia que es siempre parcial y nunca se cumple: no mengua del todo; a ella, la consciencia, jamás se la pierde. Es la etapa pre-síncope. La una es un desvanecimiento sin atenuante alguno, la otra una sensación de pérdida; pero ambas cuando se exhiben son compensatorias, y en su objetivo (si existiera) hay harto de capcioso y anti-radical. Incapaces de cristalizarse se podría inferir que su finalidad o sentido es la irrealización. Sus diferencias son pequeñas e incluso hermanables (válgame el pleonasmo), y el abismo que las separa con su prototipo más audaz, el desmayo, es el mismo que obra entre el laurel y la decepción. Tal vez esas discrepancias respondan a un triste desvarío psicológico de la subjetividad. Sustancialmente, para mí son lo mismo.
Dicho esto, compartamos las causas. Las menos terribles, pero no desagradables, son la tos, si usted tose estruendosamente, inclusive en contra de su voluntad; al deyectar, cuando se recurre a la fuerza; evacuando la orina. Al imitar a los árboles: permaneciendo eternamente de pies, verbigracia: cuando esperamos el transporte público (Sitp), o hacemos fila en cualquier edificio gubernamental. Si cambiamos abruptamente de posición; si se golpea con algún riesgo; por asfixia, a falta de oxígeno o calor superabundante. Truncada alimentación, verbigracia: los niños que se mueren de hambre en la guajira, por citar un caso; para ellos la muerte es algo así como un meta-desmayo ante el cual la catalepsia palidece. Deterioro en la presión arterial y, por ende, en la frecuencia cardiaca; por ira, que ocasiona lo que la causa anterior. Hiperventilación o respiración acelerada; estiramiento abusivo de los músculos; convulsiones; padecimientos físicos agudos. Deshidratación; sangrado copioso, hemorragia. El desmayo sobrevendrá durante o después de que hayamos sentido una sola de las referidas causas. Con tan poco le alcanza.
Y sobrevendrá, asimismo, en el ámbito psicológico cuando las siguientes circunstancias, algo más problemáticas por huidizas. Y así con el estrés emocional; los fármacos contra la ansiedad y la depresión. Encierro: por respirar demasiado aire tibio o caliente, esto acontece sin una intromisión de la claustrofobia; impresiones: al hablar dé o imaginar la sangre, o verla; el pánico ante las quimioterapias; alcohol y drogas, su consumo morboso. Cómo método de defensa: cuando el sujeto sufre de miedos patológicos y cuadros de abstinencia, entra en crisis y se desmaya: pusilánime, se protege del mundo a su alrededor. Y estas no tan frecuentes pero igualmente peligrosas: varias cardiopatías junto a alteraciones cerebro-vasculares.
Los síntomas venideros a las alteraciones y que sin duda se manifestarán en nosotros van desde la palidez: pieles marmóreas cual lápidas, pero enervadas a causa de la inconsistencia muscular, por la que nos derrumbamos; hasta debilitamiento físico y náuseas. Visión nebulosa mejor conocida como visión del túnel: un poco la experiencia inscrita en la novela de Sábato, en su inadmisible versión fisiológica que nunca vislumbraríamos; adaptación chapucera, en cualquier caso. Los que saben detallan que la visión bien puede ser descrita como una sensación, e ir acompañada de un desvanecimiento progresivo de las voces y los sonidos provenientes de afuera. Entiéndase esto último como los síntomas que inducen a desmayo. Otra cosa muy desigual y, al parecer, de mayor repercusión a causa de su independencia, son la lipotimia y la etapa pre-síncope, estados en sí. Yo descifro que en la lipotimia lo que se quiere dar a entender por desvanecimiento y en la etapa pre-síncope por sensación, es un acceso integral, inseparable de sus demostraciones, que se enlaza a la categoría de desmayo no en calidad de síntoma, y sin llegar nunca a encumbrarse hasta él: se dirige, pero sin arribar nunca al puerto donde ancla el desmayo. Es un-no-querer desmayarse regido por su propio gobierno en su específica circunstancia y con sus síntomas especiales (práctica o descaradamente los mismos que en el desmayo). Guiado también por su volátil temporalidad, y esto es clave. Un desfallecimiento sistemático y exhaustivo, un corpus o una crisis o un vértigo que alcanza la perfección sin consumarse, extrínsecamente; o al consumirse: su destino es la irrealización. Parodiando a Eliot: “en su comienzo está su fin”. Tampoco es un entreacto, una isla intermedia entre síntoma y estado. Un inconcebible oasis. Se desdibujan: la lipotimia, por ejemplo, es su misma combinación de síntomas (visión del túnel, decaimiento generalizado, acúfenos o tinitus: zumbidos en el oído; palpitación acelerada y olas de sudor) que la estimulan y desaparecen en ella y con ella… porque es ella: un desvanecimiento que se desvanece en su aparición, o sea, al deshacerse. Es casi un sentimiento de fugacidad que nos recuerda al budismo – si aprehender nunca ese brutal extremo- cuando enfatiza la irrealidad de las cosas, de la existencia. En el desmayo hay un pasado (el síntoma) y un presente que es a la vez un futuro en la medida en que continúe, desplazándose, el desmayo (el desmayo es aquí los dos tiempos, se los apropia). Lo que dure el presente es la manifestación temporal, nítida, del estado: lo que lo convierte en estado omnímodo, depurado, transfiguración a síncope; pero también es futuro en relación a sus síntomas. Esa duración es más perceptible en el tiempo tratándose, naturalmente, de un desmayo; tanto para el que lo ve con pasmosa insensibilidad como para el que lo sufre sin abstraerse demasiado en ello: a posteriori. En la lipotimia, en cambio, coexiste un desprecio, una indiferencia por el pasado y el futuro: estadio up to date. Hay, eso sí, una aspiración incoercible hacia el eterno presente. Es un difuminarse en la persistencia activa y vigente que es. Y sin embargo, dura.
Su duración, aunque evanescente, se deja apreciar e incluso dibujarse como un acontecimiento sensible al cuerpo (porque, al experimentarla, se la reconoce) y a los sentidos (su fugacidad apenas se ve), como en ciertos pasajes concernientes a las nubes del Makura No Soshi de Sei Shonagon: “Es delicioso ver un fino mechón de nube cruzando la faz de una luna brillante”. Solo que en el desvanecido trayecto donde subsiste la lipotimia se me aparece una revelación que tiene para mí, sin que me conste, el barniz de una evidencia: que no está determinada por un antes y un después y, por lo tanto, no se distingue, ni se siente, en el transcurso de su fugaz travesía un telón de fondo. No hay una luna brillante. Podemos augurarla y acaso suponerla, pero no por ello es o existirá. A esta irrealización debe la lipotimia su llegar-a-ser-algo. Lo que tenemos son unos ejecutantes que se cruzan la faz como mechón de nube. El fino mechón es aquí la encarnación paralela del síntoma y el estado, la metáfora del plano encubierto, lo evanescente. La luna el suicidio, la inexistencia. El desmayo.
Para que prevalezca como estado dicha fugacidad, que no es abolición sino estela de bruma, fisura presente, ha de ser reductible a la súbita plenitud de su ocaso; digamos, un feto que se propaga desde su ipseidad llegando hasta donde le es posible, e imperativo, su florecimiento; pero que si por algún devaneo con la vida en el más allá le diera por escabullirse de sus fronteras hasta nacer… ¡nacería inmolado ipso facto! Supongamos ahora que retuviera en el a su mismo desarrollo, que se abortara espontáneamente por desinterés… ¡perecería en el infra-mundo más acá de su punto culminante! No pasaría de ser más que un desilusionador síntoma. El vacío o la sentencia de la luna para un inalcanzable estado. El inalterable sopor del astro en la nada. La lipotimia, sin llegar a nacer, es pura concepción envejecida que se extingue en un juvenil parpadeo: es condensación, brevedad. Y es destino irrealizable, sin apariencia exterior. Lo mismo supondría decir para la etapa pre-sincope.
¿Qué son en realidad? No lo sé, resuelvan ustedes; yo renuncio, elijo encallar. Esta es mi conjetura: mi presentimiento de que no existe una contradicción inherente entre la lipotimia y la etapa pre-síncope me parece algo decoroso y, en cierto sentido, recomendable.
Prosigo. Una advertencia de desmayo, de sobra frecuente, son esos focos o chispas de ambigua luminosidad que asoman a la vista, pepitas de colores recalcará, con toda razón, el discernimiento infantil. El discernimiento inspirado, poético. ¡Una profética y desahuciadora galaxia!, dirá un pesimista desprovisto de fons et origo, como yo. Los casos extremos plantean lo que es toda una atrayente eventualidad, digo, tratándose de algo tan simple. Plantean una distorsión del tiempo. La fantasmagórica y trastornada y perfectamente dable sensación de haber transcurrido eras desde el instante mismo de nuestro desplome, y el reintegro hasta la consciencia. Las mismas que creo me distancian del momento en que me lancé a escribir esta divagación y mi apremiante desmayo. Lo que bien podría constituir una dislocación híper-consciente del tiempo anterior al desmayo; y, como en el haikú japonés, que para don Octavio Paz lo subvierte todo (realidad y lenguaje, significación y tiempo) abrigaría, yo también, la seguridad de haber peregrinado por un instante inconmensurable. La distorsión, entonces, no sobrevendría por la suspensión abrupta y transitoria de la consciencia, sino por mí incurable ansiedad: desmayo per defectum.
Gaél Truffaut.
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Fuente: Es.wikipedia.org / Es.familydoctor.org
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